Hay leyes que nacen del miedo. Otras, de la ignorancia. Pero las más peligrosas son aquellas que, disfrazadas de legalidad, buscan castigar la humanidad más básica: tender la mano al prójimo.
El estado de Tennessee ha dado un paso alarmante hacia ese abismo con la promulgación de la ley S.B. 392, que convierte en delito el simple hecho de brindar refugio a una persona indocumentada. Así, una iglesia que abra sus puertas, un padre que reciba a su hija, o un propietario que alquile un cuarto, podrían enfrentarse a penas de prisión. Todo por haber actuado con compasión.
¿Desde cuándo el sentido común y la empatía son motivo de castigo? ¿Desde cuándo una comunidad debe elegir entre la fe, la familia y la ley?
La demanda presentada esta semana por el Instituto para la Defensa y Protección Constitucional, junto al Consejo Americano de Inmigración y la Coalición por los Derechos de los Inmigrantes y Refugiados de Tennessee, no solo busca frenar una norma injusta. Busca también enviar un mensaje claro: el odio no puede legislarse.
Quienes impulsan esta ley lo hacen con el argumento de la “seguridad pública”. Pero seamos claros: no se trata de seguridad. Se trata de sembrar miedo. Se trata de usar el aparato estatal para intimidar a comunidades migrantes, dividir a las familias, y forzar a las iglesias a callar su vocación.
La Constitución de Estados Unidos es clara: la política migratoria es responsabilidad federal. Cuando los estados intentan dictar sus propias reglas, no solo violan ese principio, sino que desatan un caos legal que afecta a todos migrantes y ciudadanos por igual.
Esta ley es peligrosa no solo por lo que dice, sino por lo que permite. Su lenguaje vago da espacio a interpretaciones arbitrarias. Hoy puede ser un pastor, mañana un abuelo, pasado un vecino. Todos, bajo sospecha.
La historia de este país está marcada por momentos en que se criminalizó al diferente. Hoy, Tennessee parece repetir esa historia, esta vez apuntando a quienes huyen de la violencia, del hambre o simplemente buscan un techo seguro.
Pero también hay otra historia. La de quienes no se quedan callados. La de quienes presentan demandas, alzan la voz, defienden la dignidad humana.
Frente a leyes que castigan la solidaridad, nuestra respuesta debe ser clara y firme: la compasión no es delito. Y si lo convierten en uno, estaremos del lado correcto de la historia.
