EDITORIAL: En Memphis, la palabra seguridad ha comenzado a tener un doble filo. Mientras el gobernador Bill Lee celebra cifras de arrestos, armas confiscadas y niños recuperados, miles de familias —en especial las inmigrantes— viven con el corazón en vilo. Y es que, aunque los números puedan parecer alentadores, detrás de cada estadística hay un rostro, un hogar, una historia que no siempre encuentra consuelo en los discursos oficiales.
El operativo del Grupo de Trabajo para la Seguridad de Memphis se presenta como una respuesta firme ante la delincuencia violenta que afecta a la ciudad. Nadie puede negar que Memphis necesita paz, necesita calles donde los niños puedan jugar sin miedo y los vecinos caminar con tranquilidad. Pero la pregunta que hoy resuena es simple y profunda: ¿cómo puede haber verdadera seguridad cuando una parte de la comunidad siente que está bajo amenaza?
Cuando el gobernador afirma que “si no son un elemento delictivo, no deberían tener miedo”, parece olvidar lo que se vive en los barrios. Porque el miedo no siempre viene de los delincuentes; a veces viene de las luces rojas en la carretera, de los retenes, de las patrullas que confunden a los trabajadores con sospechosos. El miedo se instala cuando una madre inmigrante no sabe si su esposo volverá del trabajo o si su hijo será interrogado de camino a la escuela.
Memphis es una ciudad fuerte, resiliente, trabajadora. Ha soportado la pobreza, la violencia, y la desigualdad, pero también ha mostrado una y otra vez su capacidad para levantarse. Por eso, lo que esta comunidad necesita no es una ocupación permanente disfrazada de colaboración, sino un compromiso real con la justicia social. Necesita oportunidades, educación, programas de prevención y sobre todo, respeto y empatía por quienes sostienen esta ciudad con sus manos, su sudor y su esperanza.
No basta con llenar los titulares de cifras. No basta con decir que los niños han sido encontrados o que las armas fueron retiradas. El verdadero éxito de un operativo de seguridad se mide cuando las familias pueden dormir sin sobresaltos, cuando los jóvenes tienen un futuro que no les obliga a huir, cuando la comunidad confía en quienes juran protegerla.
Hoy más que nunca, es necesario que las autoridades entiendan que la seguridad no se impone: se construye. Se construye con confianza, con diálogo y con humanidad. Porque una ciudad vigilada no es necesariamente una ciudad segura, pero una ciudad donde la gente vive sin miedo, sí lo es.
Y ese debería ser el verdadero objetivo.
